¿Por qué me pone usted las albóndigas calientes?

ACTO 4
Cuando me faltaban setenta años para nacer, una noche, al volver al trabajo de casa, encontré a una albóndiga tratando de darle forma a mi madre. ¿Dónde tengo el pito, mamá? le pregunté. Está aquí, dijo, señalándose los bajos fondos. Y no me hagas la pelota que todavía no existes, ni yo tampoco; añadió para dar por terminada su aparición en el
ACTO 2
Una silla coja se sentó encima de mí intentando ajustar cuentas, pero como yo ya había aguantado demasiado, -la temperatura corporal que tendría dentro de setenta años, ese mismo día me había subido noventa decibelios, tres gramos y una pizca de sal- me dejé lamer por mi servilleta: faltándole apenas medio año para ser confeccionada, ya casi era palpable. Continuó babeándome la servilleta que sería de mi madre, -esa señora ya de todos conocida que nacería al cabo de trece años- y por la de mi padre, señor de Murcia con quien ella nunca llegaría a encontrarse. Con la comida inundando la estancia -salían los muslos de pollo frito en cascada por las ventanas-, los cubiertos comenzaron a chuparme seguidos por el mantel y los platos. Resultando la excitación insuficiente para mi piel aún sin formarse, fue el suelo el que se dio a lamerme mientras rezumaba detritus, cuatro inviernos atrancados en el tracto digestivo que le ocupaba desde la cocina al comedor. Como la albóndiga entrase de la calle, necesariamente a defecar entre el comedor y el salón comedor de salones, aproveché para tragarme la lengua primero y después la cabeza toda seguida por la cacerola donde se guisaba mi madre a fuego lento. Allí no estaba el pito de nadie. Entonces ella, la pata izquierda perdida por la silla en acto de servicio en el
ACTO 381
entró desde la calle y soltó a la albóndiga que tenía prendida por el ecuador de su circunferencia, detalle que inmediatamente le perdoné a mi madre y a una vecina que pasaba por allí soplando mi flauta de pan de centeno.
ACTO 7 (Fotocopias)
En el acto, comenzó.