lunes, 17 de noviembre de 2008

VIAJE AL LADO BUENO DEL CATERING


Viaje al lado bueno del catering. (1)
Me duermo a las doce con un nudo en el culo. Por lo que sé, lo que pretenden hacer a la madrugada siguiente no se ha intentado nunca. Quieren cerrar para el ensayo el centro de la ciudad y todas las calles adyacentes, aislarle el corazón. Cualquier cosa. Los veteranos en el oficio están que no les llega la camisa al cuerpo y yo ni siquiera sé cómo se pone en marcha un walkie-talkie o si podré escuchar lo que me digan a través del aparato. Ya que soy algo duro de oído, puede que me lo tenga que colocar en el ombligo.
Me despierto a las dos aunque tuviera puesto el reloj para una hora más tarde; siendo este el momento en el que suelo coger el sueño habitualmente, no puedo dormir más. Tomo el primer desayuno sabiendo que habrá otro esperándome en el lugar de la citación y bajo a la calle. Son las cuatro menos cuarto de la mañana.

Esta vez me toca el lado bueno del catering, el del equipo, y además la empresa es de las mejores. No me lo parecía antes, son los que sirvieron a la producción del canódromo, pero visto lo visto desde entonces quedan como destacados ganadores.
No sé cómo usar el modelo de cafetera que me encuentro, tengo que pedir que me lo expliquen. Por el contrario, desenvolver los pequeños sándwiches de carne (los hay de salmón con pepino, de jamón del país, de atún y vegetales) o escoger la rebanada más tostada de tarta casera de frutas, se me da de maravilla. Ya que puedo repetir hasta cansarme, se me quita el hambre enseguida.
Efectivamente, no sé cómo poner en marcha el walkie, ni siquiera sé ajustarme en la oreja el audífono para enterarme de lo que quieran decirme. Tengo que cambiarme de gafas para leer la frecuencia en la que debo sintonizar el aparato; llevo tres pares de ellas pero ninguno es el de leer trastos que desconozco.

Lo primero que me encargan es impedir el paso a los peatones que vengan por el carril de una calle que desemboca en el set de rodaje. No estoy sólo, tengo otros dos compañeros del refuerzo y a esa hora, las cinco, casi no baja nadie.
Permanecemos escondidos detrás de la esquina, salvaguardando de los escasos entrometidos a los figurantes especiales que fingen ser policías, quienes correrán a la voz de acción para detener a los figurantes negros que encarnan a los inmigrantes. A los figurantes blancos, bastantes de ellos con muchas horas de vuelo de gimnasio, los mantiene en situación un instructor que enseña los dientes para que los demás los aprieten bajo unos ojos que casi les saltan fuera de la cara.
De dentro del set, no sé por dónde se ha colado, un auxiliar saca del brazo a una entrometida rebelde. La chica, de algo menos de treinta años, está como una cuba y no para de dar la murga; quiere salir en una película a la que le falta una semana para comenzar a rodarse. Cuando nos la dejan al lado se sube en el asiento de una moto, bocabajo, y alza el culo enseñándonos las bragas y maullando. Los figurantes que personifican a los policías presumen su testosterona de elite con algo parecido al asco hacia una feminidad que les parece de mal gusto, escandalosamente ebria y abierta de piernas; y uno de mis compañeros, de broma, les dice a tres magrebíes curiosos que se lleven a la borracha si pueden. Los musulmanes, con el ansia de quienes han aprendido a base de abuso y precariedad que se ha de aprovechar la ocasión por cruda que sea y allá donde se presente, y producto de una cultura donde la mujer es un valor más de trueque o venta en el mercado, se lo toman en serio. Les digo que no crean lo que ven, que es una actriz del rodaje ensayando su papel. A mí me da igual con quién, con cuántos a la vez se acueste esta desconocida o cualquier otra mujer por conocida que sea, tanto como los principios de los tipos que escoja pasarse por las armas. Me da igual siempre que tenga un mínimo conocimiento de lo que hace. La chica parece algo consciente de andar buscándose una desgracia y, será cosa mía o algo real, me parece verle un destello de compasión hacia sí misma a la vista de los halcones que la acechan. Así que, cuando desaparecen aburridos de que no haya quien les ponga al alcance de las garras a la muchacha, puedo reírme a gusto de los aprietos en los que mete al personal del equipo la gata caliente, que termina siendo entregada a la policía. Creo que dormir la mona en el calabozo es lo mejor que le podía pasar; lo menos malo, si se quiere ver así.

Todavía de noche, la policía tiene que llevarse a un borracho profesional y desalojar de un banco a un grupo de niñatos, aficionados prometedores que dan la vara. Al amanecer me toca cortar al tráfico en una de las calles de más afluencia del país acompañado de un colega y una pareja de guardias municipales. Se le permite al paso a los autobuses, por ese punto cruzan 18 líneas, y a los taxis siempre que no vayan en según qué dirección. Se nos cuela algún turismo detrás de los autobuses, unas motos detrás de algún taxista mentiroso, un ciclista detrás de las motos y medio patinador escondido tras el ciclista. Otro auxiliar de producción, solitario en la siguiente esquina, se queja por el walkie de no dar abasto mientras arriba hay dos tipos de palique. Como se refiere a nosotros, que a ratos tampoco damos mucho más de sí, nos meamos de risa cuando tenemos un respiro al ver al pobre correr de la ventanilla del conductor de un coche a la del otro; pero le contestan por radio que la guardia urbana exigía dos auxiliares en ese punto. Tiene que aguantarse.
El chorro de coches es continuo cuando los guardias nos dejan solos un momento para ponerle una multa a un mensajero. Por el comunicador debemos cantar la posición del cruce de calles en el que nos encontramos y qué tipo de vehículo, marca o color, se nos ha escapado al control. Mi compañero, en un momento en el que se ve superado, termina por radiar la siguiente información con la hondura de un quejío flamenco:
-¡Pasa un coche por aquí!
Y por el receptor escuchamos la contestación de un coro de carcajadas que nos deja con la risa tonta el resto de la jornada.

A la mañana siguiente me toca desviar a un anciano rezongón que arrastra un par de carros de la compra en los que acarrea toda su vida. Tengo que obligarlo a dar una vuelta de más de una manzana. Verlo caminar maldiciendo me pesa casi tanto como si caminase con él, a su edad y en su misma situación. Luego debo retener durante medio minuto a una pareja de abuelos que buscan un taxi; ella va a su sesión de diálisis. Se me hace eterno.
Por la tarde me colocan como freno al borbotón intermitente de un semáforo de peatones en el que desembocan dos calles principales. Como el solitario de ayer, parezco un portero de balonmano yendo de un extremo al otro de los postes. Sólo podré reírme cuando llegue a casa y siempre y cuando no recuerde a los ancianos de la mañana.

Intermezzo. (Walk on the wild side X 2)
Vuelvo al lado malo del catering para hacer mi primera figuración especial: Saldré disfrazado de Papá Nöel en una película. Ya en el departamento de vestuario, los lavabos de un piso que han alquilado como oficina-para-todo, me doy cuenta de lo que va a costarme aguantar una peluca y una barba que abultan y dan el mismo calor que dos caniches gigantes en celo. Me hacen cambiar y esperar de paisano mientras otros dos compañeros-Papá-Nöeles ruedan por la mañana en exteriores. Como llueve y he venido con un forro polar y una camiseta, paso un frío de cojones y echo mucho de menos la cobertura de la pelambrera artificial bajo la que me enterrarán vivo por la tarde.
Esa tarde, ya travestido, soy la pesadilla de algún niño que descubre que bajo los mitos navideños hay hombres tan malhumorados como sus padres, y a la vez soy la pesadilla de algunos padres a los que comprometo con regalarles a sus críos TODO lo que me piden que les traiga por Navidad. Si crían, que se jodan y paguen por ello.
La jornada se alarga. Me habían prometido un rodaje de diez y media a dos del mediodía. Salgo a la una y cuarto de la madrugada. Es castañada, noche de recogimiento para los catalanes tradicionalistas y de Halloween para los chicos modernos que salen de fiesta colocados de cualquier cosa en un desfile continuo de espectros tan fingidos como reales. Me arrastro malamente entre ellos hasta llegar a la cama, donde caigo como quien se dejaría desplomar en su propia tumba para no levantarme nunca más.

Al día siguiente, en otra película, me toca visitar un estudio de grabación en el que mezclan bandas sonoras de filmes Made in Hollywood. No tendría imaginación para soñar un lugar como ese. En el segundo sótano penetro en solitario en una de las muchas salas de proyección y mezcla, un pequeño cine equipado con una mesa de sonido que ocuparía el área de una pista de tenis. La cubierta de madera ahuecada sobre los muros de medio metro de espesor impiden la llegada del menor murmullo del exterior y descubro que hasta ese momento nunca antes había escuchado el silencio.
Mi papel es mínimo, se reduce a pasar como una sombra tras una puerta abierta apenas un palmo. Esta vez he trabajado de tres y media a siete.
Al llegar a la puerta del estudio me encontré a un vallero solitario que llevaba guardando los aparcamientos desde las seis de la mañana. Después de llegar yo, los primeros en aparecer desde la anterior localización fueron los eléctricos; faltaba al menos una hora para que el set estuviese dispuesto, así que me di permiso para ir a un bar cercano a tomar café. Sin que me lo pidiese le traje otro al vallero ya que no podía moverse de su sitio y llovía. En según qué empresas el papel de vallero está considerado económicamente algo por encima del de figurante, casi equivalente al del auxiliar de producción aunque no lleve walkie-talkie, que viste mucho, y cobre por horas, que también desluce bastante. Este vallero está estudiando dirección cinematográfica. Yo, que casi le doblo la edad y estoy estudiando para hacer de vallero también, si se tercia, me ofrezco para colaborar en la banda sonora de su próximo corto.

Viaje al lado bueno del catering. (2)
Volviendo a la categoría del walkie-talkie, me presento a las siete para el rodaje; esta vez es una hora casi humana.
Debemos cortar el tránsito de personal del mayor paseo de la ciudad pero disponemos de vallas y del refuerzo de vigilantes de seguridad. Mi compañero pesa ciento diecisiete kilos, todos ellos de la misma fibra del acero de las Smith & Wesson. Le desespera la frecuencia intermitente con que tenemos que retener al personal de la calle. Eso no es para él, prefiere ir al choque; es de infantería, me dice. Aunque cueste creerlo, no me parece mala persona; está hecho así, tal vez por su trabajo, que no difiere tanto del mío cuando tengo que desviar abuelos indigentes y enfermos.
Uno de los transeúntes a los que me veo obligado a cortarle el paso es ciego. Un trabajador de una obra colindante con el punto de corte, con bastante más vista que yo, me señala que debería acompañarlo alguien. Le agradezco al obrero que haya sido mis ojos ese momento y dejando sólo al gigantón y bravo infante desvalido ante del ataque de los feroces paseantes, guío al invidente al otro lado de una calle minada por inusitados cortes vallados y regado de cables eléctricos.
A su hora, comemos de fábula en un local que no podría pagar mi sueldo. Salmón en su punto y unas judías verdes tan tiernas pero tan vivas como jamás me las había presentado yo mismo, mi madre ni mis consecutivas compañeras y mujeres; santas o putas, pero muy cocineras todas ellas. De entrantes, ensaladas frescas multicolores, de salida un tiramisú sedoso. La materia prima es de primera, la elaboración primorosa; la presentación, impecable. Sería un diez hasta pagando.

La sobremesa la paso sentado en un banco con L. llamémosle, figurante guineano de pura cepa nacido en España. Su soltura y simpatía son tan llanas que saltan sin esfuerzo sobre las diferencias raciales con tal naturalidad que antes de terminar nuestra primera conversación he olvidado quién ha abordado a quién. La charla queda interrumpida por lo que parece un ensayo excesivamente apasionado entre uno de sus compañeros y los que parecen tres figurantes en el papel de policías. Sin terminar de preguntarle a L. si son integrantes del rodaje quienes zarandean a su amigo, nos levantamos. Son policías de verdad, agentes de paisano que creen haber cazado a un ilegal aún cuando estemos en una calle cerrada y en el meollo de un despliegue de carpas, mangas y cables de electricidad, sonido e imagen, focos y paneles de reflejo, cámaras, micrófonos, equipo de dirección y producción coronados cada uno de nosotros por un audífono de walkie-talkie… Al acercarme al tumulto dejo ver mucho el mío utilizándolo con gestos exagerados para llamar a alguien de dirección con unos gritos que hacen superfluo el trabajo del ingenio electrónico. Pasado el momento de tensión pero temblando todavía, tanto como el figurante inopinadamente abordado y por fin liberado por los agentes, me escapo a un bar a tomar café con L. y una compañera de figuración; lado de catering al que mañana mismo volveré en una película diferente.

Viaje al lado bueno del catering. (3)
Por la tarde me anulan la figuración del filme del día siguiente. Por la noche, me telefonean de la otra productora por si puedo volver a hacer de refuerzo. Todo parece cuadrar a favor.
El rodaje es en una humilde pero orgullosa ciudad periférica, por la mañana, y en una orgullosa pero humilde ciudad periférica después de comer.
Mi primera posición es en el catering, lugar que antes de que transcurra una hora queda rodeado por decena y media de chinos sin ocupación reconocible. A media mañana aparece el vallero que ha guardado los aparcamientos para los camiones de producción. Se ha pasado la noche en la calle, sentado donde ha podido, desde la una de la madrugada hasta las doce del mediodía y se acerca sin estar seguro si tiene derecho a hacerse un café de nuestras cafeteras. Le digo que se haga tantos como quiera, que se coma unos bikinis (hay una sandwichera para hacerlos calientes) y los bocadillos que le apetezcan, que coja fruta o se haga un Colacao con cereales; que se coma las bandejas, las sillas y la misma mesa que sostiene la comida, que se coma si quiere el camión de utilería del equipo de atrezzo que tenemos aparcado delante. El vallero, no podía ser de otra manera, estudia dirección cinematográfica y le ofrezco también mi colaboración para la banda sonora de su próximo corto.
Antes de mover el campamento debo recoger las vallas que el chaval había vigilado de noche. Las vallas, me entero esta mañana por ser mi primer contacto con ellas, hay que pelarlas, o sea limpiarlas de la cinta de baliza de plástico rojiblanco con la que se unen para cerrar los espacios de reserva. Limpio las mías pero hay quienes dejan las suyas tal como vienen y doy por supuesto que quien así actúa sabe más del asunto puesto que cualquiera tiene más experiencia que yo en este trabajo.
La suposición me acarrea mi primera bronca como auxiliar, espero que no sea la última y que el incidente no me cueste una marca indeleble que me señale como tipo indigno de confianza o simple caradura canoso, el veterano resabiado que puedo aparentar ser. Mientras recibo el rapapolvo descubro que mi responsabilidad, sin contar con lo que hiciera cualquier otro, era dejar todas las vallas limpias. No le explico al encargado que no sabía que tuviera que responsabilizarme de lo que hicieran los demás, que es mi cuarto día en ese puesto, que nunca había hecho labores de auxiliar propiamente dicho y todo lo que me había tocado hasta ahora era lo excepcional de este trabajo. No había acarreado sillas o vallas o empujado carros de producción que no sé cómo se conducen ni los había cargado con trípodes que no sé cómo se pliegan, con mangas de electricidad que no sé cómo se recogen, con pinzas de cocodrilo que no me habían mordido nunca antes; no había descolgado las cubiertas de plástico con las que se protege de la luz exterior los sets ni plegado las carpas bajo las que se cobijan los actores para maquillarse cuando se trabaja en mitad de la calle. Me he dejado pillar los dedos de la manera más tonta e irresponsable, creyendo que cualquiera en el rodaje sería más responsable que yo cuando resulta que alguien sólo era más listo; listo de la peor manera posible.

Por la tarde nos toca lidiar con un barrio entero que se vuelca sobre las vallas a curiosear. Encajo el papel de padre severo desalojando a un chiquillo escurridizo que no acata la autoridad de una auxiliar joven, corro para devolver a su lugar a unas gitanas que se le cuelan a otro auxiliar con la excusa de ir a su casa a descargar el vientre cuando viven siete calles más allá de la que ocupamos, le niego el paso a vecinos que viven en la portería contigua a la que se rueda, acompaño por el interior del cercado a quienes viven en el portal ocupado por el rodaje e informo cada hora al mismo policía local de mi desconocimiento acerca del horario de finalización.
Al terminar el rodaje tengo los pies destrozados. De la hora que tenía para comer sólo puedo pasar media sentado ya que llegué tarde por estar recogiendo la vallas de la mañana; he pasado doce horas y media de pie sin poderme sentar o apoyarme contra una pared durante un minuto. Aún así, espero que me llamen para acudir al rodaje de este domingo. Espero estar a las cinco de la mañana delante del camión de catering fijándome en quienes tenga delante, intentando descubrir cómo funciona una cafetera desconocida; cambian de modelo casi cada día. Cada día es nuevo cuando no sabe uno qué le espera.

Viaje al lado bueno del catering. (4, 5, 6 y 7)
A las cinco de la mañana estoy delante del camión de producción recogiendo mi walkie y buscando en el catering la dosis de cafeína necesaria para empujarme a través del día.
Hoy y mañana se ruedan las tomas que se ensayaron días atrás en Plaça Catalunya y Ramblas. Repito compañero pero los guardias son diferentes; uno de ellos es tan eficiente que casi sobramos. Hasta el mediodía, lo peor es aguantar una hora tras otra de pie sin moverse del sitio y por la tarde la cuestión está tan controlada por los ensayos previos que no hay el menor problema, llevamos grabada en la lengua una explicación y un par de excusas para solventar cada queja de los vecinos y curiosos.
Un doble del co-protagonista, actor negro, se marca una caída en la entrada del metro que da miedo. Aunque vaya acorazado con espinilleras, coderas, tobilleras y un peto debajo del jersey, si me lanzaran a mí a la mitad de altura, desde la calle a las escaleras mecánicas que se hunden cuatro metros bajo el suelo, llegaría hecho un puzzle. Antes de terminarse la primera parte del rodaje otra patrulla de la policía verdadera cree haber cazado a un auténtico grupo de vendedores de top-manta. La multitud congregada en la plaza disfruta del minuto hilarante que sufre la autoridad y los actores negros presumen de su momento inmune que, a fuerza de puñetera altanería, queda convertido en impune; da la impresión de que gallear en este momento, blindados por una ocupación tan aparente como legal, pueden pagarlo después. Y tal vez, aún antes que ellos, se lo cobren a sus hermanos que andan buscándose la vida en ese mismo instante un callejón más abajo.
El segundo día es todo carreras, los actores que interpretan a los vendedores del top-manta se dejan perseguir por los actores que figuran ser policías y ambos bandos acaban deshechos por las repeticiones sin fin de las tomas. Sin que me lo pida, ayudo a un eléctrico a trasladar unos trípodes y los sacos de arena para lastrarlos, parece que me voy enterando de qué se espera que haga un auxiliar de producción.

Para este tercer y cuarto días nos llaman inesperadamente; se filma en la Plaza Real y hay que acordonarla. Previa a esa labor propiamente dicha del refuerzo, nos toca la de auxiliar de producción: habilitar la estancia donde se ubica vestuario, maquillaje y peluquería; esto es, subir los espejos (esos rodeados de bombillas de las estrellas) el vestuario de unos doscientos extras con su correspondientes burras (los atriles desmontables donde se cuelgan las perchas) así como subir los focos y cablear. Después desayunamos y nos vamos a nuestro respectivo corte de calle. Repito compañero y contamos con el refuerzo de dos miembros de seguridad. No llevamos un cuarto de hora cuando estamos a punto de matar a un vecino. Al pobre, un cincuentón largo que vuelve en chándal de su carrera por el barrio, lo paramos sin que nos hubiese visto antes de plantarle el brazo cruzado en su trayectoria; así de concentrado llega en su ejercicio. No puede hablar, se le corta la respiración y de verdad tememos que esté sufriendo un colapso. Al preguntarle si vive en esa calle apenas alcanza a contestar con un movimiento espantado de cabeza. Lo dejamos pasar. Los cortes son intermitentes y nos encontramos encarando a todo el abanico humano presente en la barriada. Padres que llevan a sus hijos al colegio, niños que van solos, trabajadores con prisa que no llegan a tiempo a su puesto, repartidores cargados, borrachos crónicos, trabajadores que vuelven de su turno de noche y tienen que esperar cuando están a cinco metros de la puerta de su casa, grupos de turistas que no entienden nada de castellano, catalán, inglés o francés macarrónicos. Como mi compañero no dispone de la moral suficiente para detener a una anciana de noventa años que lo arrolla con su andador; me planto delante de la abuela y le doy carrete contándole la película que están filmando (me la invento ya que no tengo ni idea del asunto). Le digo que la podrá ver el año que viene en su canal favorito de televisión; le pregunto cuál es este y qué acostumbra a ver. En fin, la entretengo que es lo que quería la señora. Qué menos puede pedir, ya que le impiden caminar por su propia calle…
Una de las figurantes se entretiene sembrando semillas de motín entre los vecinos temporalmente detenidos en sus quehaceres. Que si ella seguiría andando a pesar del corte, que si a ella no le diría nadie cuándo detenerse en un espacio público, que si… Tiene demasiado desparpajo, en exceso, y viste marcas muy caras; en ningún momento da la sensación de necesitar el exiguo dinero que va a recibir por el trabajo que está desempeñando. Como no para de preguntar a todo el que se le pone a tiro de la producción, se me ocurre que tal vez pueda ser una reportera infiltrada en el rodaje, en busca de alguna noticia que ella misma podría encargarse de provocar. Me alejo cuanto puedo de la señorita y me acerco a pegar la hebra con T., figurante marroquí de mi misma edad, altura y peso con el que comparto una mirada algo desconfiada hacia el pedazo de carne con ojos que trata de arruinarnos el trabajo mientras comentamos cómo a estas alturas de la jugada vale la pena disfrutar de lo que se pueda sin complejos estéticos ni culpabilidades morales. Vamos, que estamos en edad de follar sin dejar de comer por ello.
Los dos días se solapan por el escaso sueño y parecen el mismo; lo único que los diferencia es que, después de este ultimo, no sé cuando será el siguiente en el que volveré a un trabajo que me saca de mi casa, de mi mesa y de mi silla. Un trabajo que me sitúa en el mundo real y en el que me suceden cosas con gente de carne, hueso y nervio impaciente, donde los problemas son tangibles por compartidos y las soluciones efectivas por visibles. Un trabajo de verdad, nada más lejos de la soledad del lápiz en la mano que persigue una visión huidiza; sombras fantaseadas que no tienen más cuerpo ni otro sol que las proyecte que el de unos sueños gastados y una lámpara solitaria.

Finale. (Walk on the wild side. 3)
Volver a la figuración es duro. Como auxiliar de producción –a ratos- soy un sujeto, muevo bultos o negocio con otros sujetos en las calles. Como figurante, soy un bulto móvil.
Sin terminar de salir del trabajo del día anterior me llamaron para asistir al último día de filmación de la película en la que estuve rodando en el estudio de grabación de ensueño. Esta vez me toca hacer de banquero, por lo que me piden que vaya de traje. Como no lo tengo, me compro uno muy barato y de rebajas en la primera tienda que encuentro. Es un traje de atrezzo (62 €, la corbata es de una tienda de chinos, 3 €) pero dará el pego y podré amortizarlo en sucesivas sesiones de figuración; es otra herramienta de trabajo, y si Kusturica viniese a filmar por aquí, me contrataba sin pensárselo dos veces.
Una de las supuestas compensaciones de ser figurante es que puede tocarte charlar con los protagonistas. Como al final no hago de director de oficina bancaria sino de cliente que viene a pedir un préstamo (para comprarse un traje de verdad, seguro) soy atendido por una actriz joven, una guapa rubia con nada de atrezzo encima ni debajo y que demuestra una simpatía sin fingimiento, la justa. Mientras los micrófonos no graban el murmullo de nuestra conversación, le pido tres millones para renovarme el helicóptero. Luego le pido tres mil millones ya que la semana que viene tenía pensado arrasar Polonia. Me dice que lo siente mucho pero que tendré que invadir el país en bicicleta. Cuando colocan los micrófonos, la conversación –que no se oirá en el filme- parece auténtica; tengo una casa –que no tengo- a la que intento gravar con una segunda hipoteca. Algo así.
Luego veo una fotografía que me han hecho con el traje puesto y donde esperaba encontrar una imagen más increíble que yendo disfrazado de Papa Nöel me horrorizo ante la estampa de un verismo nauseabundo: parezco lo que soy en ese momento, otro tipo más vestido de traje. Al llegar a casa me disfrazo de mí mismo o, por si eso fuera mucho decir, represento esa faceta que muestro cuando nadie me ve.

Seguridad.
Otra vez en la división del walkie, regresamos a la ciudad en la que me gané la bronca por lo de las vallas. Se debe corta una calle para que los protagonista mantengan su tensa conversación en paz en un escenario estéril. Los paseantes que los envuelven dándole apariencia de realidad son lo que yo era ayer, figuras teledirigidas. Hace mucho frío pero me toca pasar la mañana en la puerta de una panadería, dándoles paso a los clientes cuando se corta, impidiéndoselo cuando se rueda. La mayoría atiende la petición con amabilidad porque esos minutos que entregan de sus vidas reales se convierten en la parte invisible de la película que la hace posible; para algunos es su momento de gloria y algunos, como la panadera, me pide indicaciones de cómo convertirse en figurantes. En cinco horas conozco por sus nombres y manías más visibles a medio barrio, lástima que lo habré olvidado cinco minutos después de irme de allí, peor esas horas son cálidas y fragantes. El olor de las panaderías tiene algo de materno, da la impresión de que dentro de una no puede pasar nada malo, que mientras haya gente que se pase la noche en vela en un horno para ponernos el pan en la mesa nada demasiado grave puede ocurrirle a ese pequeño mundo que damos por nuestro.
Cambiando de localización después de comer, subimos dos calles de la pequeña y orgullosa ciudad ocupada por los chinos en su parte central para llegar a lo que parece un arrabal caló. La tarde se convierte en noche enseguida y me toca una línea de corte cerrada por vallas y cinta de baliza que sólo pueden traspasar los vecinos que vivan en los números de la calle que ocupa el set; vecinos que debemos acompañar hasta dejarlos dentro de su portal. Un par de gitanas que van más allá del cierre del set por el extremo opuesto me llaman cabrón e hijo de puta por permitirles el paso a cualquiera menos a ellas y deciden saltarle el vallado a empujones. Intento frenarlas porque entran justo en el peor momento, cuando dan motor y acción. Aunque tengo al lado a dos miembros del equipo de seguridad y a dos policías soy lo único que hay entre ellas y el cuadro, lo que está quedando impreso en la película. Dándole la espalda a las mujeres, me planto en mitad de su camino y separo los brazos del cuerpo para hacer más bulto. Una de ellas grita que qué hago tocándole la barriga y recibo desde detrás un puntapié en la pierna y un puñetazo en la barbilla y cada una me sobrepasa por un costado cuando el ayudante de dirección grita el corte de la filmación de ese plano y se abre el paso restringido a los peatones.
Al recuperar mi posición, uno de los de seguridad me dice que cuando se ponen así vale más dejarlos pasar, que tampoco vamos a liarnos a hostias con todo el mundo. Le contesto que no estoy ahí para liarme a hostias con nadie pero no le digo que ojalá hubiera seguido la toma otro minuto, justo para que las señoras entraran en imagen y se echaran encima para comerse a besos a la celebérrima estrella internacional por cuya protección personal está cobrando al menos el doble que yo.
Cuandoel rodaje propiamente dicho termina, aún tenemos que mantener la calle controlada mientras se recoge el material. Los vecinos se agolpan ante el protal del que saben saldrá la estrella. Esperan verlo en directo, cerca de ellos. Las vecinas ansían jalearlo, piropearlo con la esperanza de que les lance un beso para compartir entre todas pero cada una de ellas creerá que es la única que lo ha recibido; sus maridos probablemente, quieren certificar que el astro no tiene nada que ellos no tengan, que es un hombre que tose, se rasca el culo cuando le pica o tropieza cuando la escasez de luz le impide ver un cable tendido en un lugar inesperado de la calle.
Al salir el protagonista no hay besos al aire ni agradecimientos al barrio que ha aguantado la respiración durante toda una tarde para que la película y su fantasía lleguen a cobrar cuerpo. Sale bajo un toldo de paraguas desplegado por cuatro guardaespaladas que lo encapsulan los cuatro pasos que da hasta alcanzar la furgoneta que lo saca del set. El público, decepcionado, va despejando la calle.
Cinco minutos después, la magia negra y en Technicolor del cine se impone nuevamente a la realidad: Quien había abandonado el lugar no era la celebérrima estrella, abanderado de la cercanía con el pueblo y defensor de causas varias, sino su doble. Sin nadie en la calle, el laureado protagonista sale de escena por segunda vez. Así de cerca de un sueño han estado esta noche sus admiradores.

Esta entrada está incompleta. Debería continuarla ahora que los resultados de lo algo de lo ocurrido tras las cámaras es público, pero han pasado casi dos años y la memoria ha vaciado el espacio para cederlo a acontecimientos más recientes. De cualquier manera, estas son las notas que dejé, confiando en que podría reconstruírlas:
-Refuerzo, un día más.
La mañana de la chaqueta compartida por los negros en la franja de sol escurridizo. En el ojo del huracán del paso de peatones. Descripción de la toma siguiente por el ayudante de dirección, comentario de la estrella, comentario de un servidor.
Aluvión de quejas de los vecinos. 1-¿Me darán algo además de volver a darme la luz? 2-¿Quién ve un cartel en una calle cerrada?
Recogida, haciéndome mayor como auxiliar: carga del camión, recogida del local.
Cierre: Empujando un carro Macliner hasta el quinto coño.

-Mañana de uniformes, tarde de secretas y Carlos.

-Errores que nadie ve. Una chiquilla a la que han dado de lado en el casting intenta hacerse su hueco en la película compartiendo mis responsabilidades y yo, en vez de aprovecharlo, la cago.
Por la tarde, las chicas del refuerzo me piden abrazos. Viene diciendo que si necesitan a alguien que las abrace, se peguen a mí. ¡Es que ...Esto es un brazo! dice una. Eres grande como mi padre, dice otra. Pero hoy no he sabido ser padre, en absoluto.

-Guripa secreta. Escucho al retransmisión del último partido de la Davis, como si fuera conectado con comisaría. El futuro genio del monólogo y yo nos hacemos con unos canapés y cervezas en el catering del equipo. No tenemos edad para dejar de respetarnos sólo porque ellos no lo hagan. Propongo lo del molinillo de brazos. El colega suelta lo de la Policía Montada del Canadá, es que me parto, entre una cosa y otra. Para remate, lo del cruce a toda velocidad. Me río para una semana.

- El putero enmascarado, 1 y 2

- Un buen hombre: la historia de Mijail.

- Bajo los focos


PS. AUNQUE NO TENGA NADA QUE VER CON ESTA ENTRADA, AYER VI "BIUTIFUL". LA ENCONTRÉ ABURRIDA, INSUSTANCIAL Y POSTIZA. (ENTRE OTROS PECADOS, MUESTRA UNA BARCELONA IRREAL, SIN CATALANES O ESPAÑOLES "NORMALES" -INDEPENDIENTEMENTE DE LO QUE CADA QUIEN ENTIENDA COMO NORMALIDAD- CON LO QUE LA CINTA CONSIGUE UN EFECTO SECUNDARIO BENÉFICO EVIDENTEMENTE NO BUSCADO: QUE SE AGRADEZCA AL SALIR DE LA SALA EL ENCONTRARSE EN LA CIUDAD EN QUE UNO VIVE).

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