Es tenebrosa esa visión que señala que la naturaleza del hombre es antes hostil que gentil, antes brutal que civilizada. Si es cierto que el hombre consciente de su debilidad mantiene un comprensible poso egoísta, como ente social y considerándolo estadísticamente, el ciudadano es un ser antes mejor que peor. Un simple repaso a los balances delictivos demuestra que son los menos quienes asesinan, atropellan, corrompen o roban. O sea que hay, si no más bondad, al menos un entente o principio de civilidad, la observancia de unas reglas de juego que protegen la idea de un (por muy desequilibrado e imperfecto que sea) respeto al otro.
Pero quien se siente culpable proyecta sobre los demás sus pecados, se erige en juez y arenga clamando por una acción decidida de las masas que se levanten como ejecutoras de una sentencia tajante. Sentencia que les exculpe, ya que ellos tienen de sí mismos una imagen clarividente; creen que denuncian con valiente sinceridad lo que ven, y lo que ven es caos.
Sin embargo, puede ocurrirles a estos observadores privilegiados que en el café de la mañana necesiten más rigor en las calles y los despachos empresariales y cuando llega el té de la tarde se duelan de excesivo control. Estos vaivenes suelen provocarlos, antes que una descompensación de la tensión arterial, los cambios en los mercados bursátiles con sus horarios desparejos y sus imprevisibles mareas.
Hay para quienes el hombre es, intrínsecamente, un animal. De carga o depredador; de caza o vigilancia; productor de sudor, carne o piel. Y cuando no pueden dirigir los rebaños ni domeñar a los individuos que se apartan, tratan de aislarlos, enjaularlos y, en última instancia, eliminarlos como a alimañas.
Aún así, no por ello dejan de conmoverse tiernamente durante los días que dura la Navidad, extasiados ante la idea del inocente nacimiento que renueva unos votos que los convierten en lo que son y los mantiene en el lugar al que pertenecen; esos tronos intermedios que por nacimiento les han sido dados por la más alta voluntad. Tronos vitalicios y hereditarios que sitúan su linaje por encima de ese animal bajo y sucio, aunque a veces necesario, al que llaman hombre... O mujer follable, claro.
martes, 8 de diciembre de 2009
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